Por Mauricio E. Roitman
Casi a la misma hora en la que escribo estas líneas,
una semana atrás, fallecía en un accidente automovilístico Tomás Bulat. Cuando
esa mañana me despierto y escucho la noticia no podía creerlo. Sentía
impotencia. No puede ser. No puede ser. Lo repetí mil veces. Se me humedecieron
los ojos. Se había ido un tipo al que muchos como yo, que lo conocimos y admiramos,
considerábamos un amigo. Alguien por quien sentíamos aprecio sincero y lo percibíamos
de su parte.
Lo conocí a Tomás durante mis años de
estudiante universitario y militante de la juventud radical. Tomás era una
especie de artista itinerante que visitaba hasta el pueblo más chico del país
si lo invitaban a dar una charla de economía. Llegaba y en diez minutos se
metía al auditorio en el bolsillo.
Era un economista muy bien formado académicamente,
con estudios de posgrado en Brasil e Inglaterra. Pero lo suyo no era solo
solidez y conocimiento, sin desmerecer esos dos atributos. El hombre venía con
otra cosa, con un plus. “Lo que natura no da Salamanca no presta”, pensaba
cuando presenciaba sus charlas. El tipo destilaba carisma, convencía, persuadía
con sus argumentos.
Luego pasó por la función pública, tarea
que le apasionaba y en la que tuvo un importante recorrido como asesor
legislativo y funcionario. Durante esa época lo veía de tanto en tanto para
pedirle que asista a dar una charla o para intercambiar opiniones sobre algún
tema económico en el que ambos estábamos trabajando en forma coincidente.
Luego comienza a aparecer el Tomás que
todos conocen. El de los medios. Un mundo al que entró con todo su entusiasmo,
capacidad de trabajo y talento, transformándose en poco tiempo en un referente
del periodismo económico a nivel nacional. Allí, sin temor a equivocarme, despuntó
como el mejor.
En los últimos años y ya consagrado
como periodista económico me dio la oportunidad de escribir algunas notas sobre
temas de economía de la energía en su popular Newsletter (El Punto de
Equilibrio), de compartir algún reportaje en su programa de radio El Mundo y de
asistir a su programa El Inversor como invitado. Siempre con una generosidad
pocas veces vista.
Tomás se autodefinía como economista
de profesión, periodista de oficio y docente de alma. Era todo eso y mucho más.
Fui el lunes temprano al velatorio a
despedirlo, antes que parta el cortejo. No conocía personalmente a su familia pero
los sentía muy cercanos. Cuando los vi se estrujó el corazón. Otra vez se me
humedecieron los ojos. Lloraba por lo inexplicable de todo. Por el puto
destino. Por el dolor de su mujer y de sus hijos. Y lloraba…porque se me había
ido un amigo.